Aluvión de palabras, volcánico,
sobrebramado por el mar.
Paul Celan
En el centro yacen los gérmenes; en
el centro está el fuego engendrador. Lo que
germina, arde. Lo que arde, germina.
Gaston Bachelard
Dos obsesiones parecen marcar la trayectoria narrativa de Gustavo Sainz (México: 1940): 1) la experimentación formal en todos los niveles del texto: lenguaje, estructura, punto de vista, distancia, voz, etc.; 2) un examen incisivo de la juventud como clave en el cuestionamiento de las reglas morales y hábitos de vida.
Muchacho en llamas recoge el diario de un joven--Sofocles--que escribe su primera novela. Por esto, al mismo tiempo es la primera y la última obra escrita hasta ahora por Sainz; fue producida en su forma inicial en el Distrito Federal en 1961 y después afinada y retocada en Albuquerque en 1987. Aunque el nombre del personaje no corresponde con el del escritor (un primer toque de parodia se da al no acentuar de forma deliberada Sófocles y al tomarlo-- como el de otros personajes-- de la calle homónima en el área conocida como Polanco en la ciudad de México), las referencias al cuadro cultural de la época no han sido cambiadas y el lector podría comprobar que los datos allí establecidos son hechos auténticos.
La dedicatoria hace ver al libro en función de los años del autor, de su producción novelística y de su mundo familiar: "Este mi séptimo ensayo narrativo es para Alessandra Luiselli, quien tenía siete años cuando Sofocles terminó su primera novela, para Claudio Sainz que tenía siete años mientras yo escribía las desventuras de Sofocles, y para el pequeño Marcio Sainz, que cumplió siete meses el día que la terminé" (9).
El siete es el número asociado generalmente con los ciclos. Gustavo Sainz está abriendo y cerrando su producción narrativa con Muchacho en llamas (los seis libros anteriores son: 1) Gazapo, 1965; 2) Obsesivos días circulares, 1969; 3) La princesa del Palacio de Hierro, Premio Villaurrutia, 1974; 4) Compadre lobo, 1977; 5) Fantasmas aztecas, 1982; 6) Paseo en trapecio, 1985. Es decir, con este volumen se cumple un ciclo; la dedicatoria, sin embargo, ofrece una perspectiva abierta, azarosa: todo ha sido una casualidad, toda esta coincidencia del número se da en un plano que escapa a una intención que conciba un orden total y cerrado. La perspectiva del escritor se sitúa en un sitio distinto y distante (distancia no sólo de tiempo --de 1961 a 1987-- sino también de lugar --del Distrito Federal a Albuquerque, Nuevo México) al de las llamadas "desventuras" del joven de la novela; la dedicatoria se propone en el calor y la tranquilidad de la armonía y bienestar de la reunión familiar. Sainz reflexiona sobre una juventud vertiginosa, pero parece comprender ese fenómeno desde una edad madura (a los 46 o 47 años) ya más apacible.
El hilo de la narración de Muchacho en llamas está en el propio personaje-protagonista Sofocles. Es su diario el que nos va contando todo lo que hace, lo que siente, lo que lee, etc. Allí es donde también expone sus ideas acerca de la literatura. La contradicción entre unidad y diversidad se halla en referencias directas al proceso de escribir:
Mi libro debe dejar la impresión de un campo en ruinas… Las catástrofes serán el principio de mi narración… Representaré muchas formas de escritura: el dossier, la crónica familiar, la entrevista, el aforismo, la anécdota, el acta, la nouvelle clásica, el informe, la página de diario, el epigrama, la cita, el fragmento, en fin… Formas logradas, redondas, no aparecerán por ninguna parte… No dejaré que se hable de montaje, en realidad, si hago algo con los acontecimientos que narro es precisamente desmontarlos… (36-37)
La dispersión que se proclama como meta en este tipo de escritura no se consolida completamente. Las mismas discusiones en torno al proceso creativo ya dan un hilo fácilmente distinguible al libro. El juego entre unidad y disparidad ofrece un sentido nuevo a la estructura que sirve de base al volumen.
Otro motivo interesante se refiere a la madurez o inmadurez del personaje-escritor. Hay varias reflexiones en torno de sí; en una de ellas dice: "Nada más insoportable que un libro con confesiones adolescentes…" (29). El simple hecho de que el autor esté consciente de su propia obra hace que esas confesiones adolescentes se conviertan en el motor que pasa por la madurez del hombre que se relee con ironía burlándose de sí mismo. Otras citas de la conciencia exacerbada de la juventud se expresan posteriormente:
Escribo porque soy demasiado débil. Si pudiera, si tuviera el valor suficiente agarraría un hacha y me lanzaría al mundo a repartir hachazos… (75)
Yo no escribo para gustar. Estoy demasiado enojado como para convertirme en Maestro de Ceremonias. (119)
Soy una persona muy inmadura, muy inconsistente, muy joven y nadie confía en mí. Nadie puede confiar en mí. (137)
No soy escritor ni podré ser, pero no seré ninguna otra cosa, jamás. Desprecio todas las demás alternativas. (149)
Quizá la clave de estas líneas radique en la inconformidad con el mundo y en la frustración e incapacidad para transformarlo. El deseo radical del que escribe enfatiza su misma adolescencia y su rebelión radical ante las cosas. La descripción de sí como "una persona muy inmadura, muy inconsistente, muy joven" propone precisamente a esa circunstancia como el objetivo del libro mismo: ser inmaduro, inconsistente y, como tal, abierto, frenético, joven, inconforme.
El cuestionamiento que se hace del orden establecido parte de la herencia familiar y de sus códigos y hábitos de conducta:
Por la noche vi un rato televisión en el cuarto de mi abuelita. Ella volvió a llorar. Yo le decía que no quería dormir una vez más en mi cama, que no quería lavarme los dientes con la pasta que les gustaba, que no quería usar más su jabón, que no me interesaba la póliza de seguros, que no tenía nada de ganas de seguir viendo televisión, que no me gustaba cómo trataban a sus hijos, que no me gustaban sus visitas, ni su comida, ni sus códigos morales, ni sus muebles cubiertos de plástico; que no me gustaba el olor de esa casa, ni sus telarañas, ni sus pulgas, ni sus roídas alfombras. Ella seguía llorando. (125-126)
Esa rebelión ante las normas sociales de su abuelita se va a revertir más tarde en un planteamiento de la situación futura del mismo personaje:
¿Qué diferencia hay entre el Sofocles de ahora y el Sofocles de diez años adelante? Comienzo a entender que todo es igual, que la vida se cumple en repeticiones, algo así como una espiral, que ocasionalmente asciende, porque casi siempre desciende a la aburrición, al alcoholismo, al aburguersamiento: ¿Seré ya un adulto burgués y aburrido?. (153)
La madurez preconizada como una instancia de estabilidad y cordura se transforma, bajo la perspectiva juvenil, en una edad tediosa, deprimente. La inconformidad de Muchacho en llamas acude, entonces, por igual a criticar la idea de las confesiones juveniles y, a la vez, a reiterar que la edad adulta sólo vaticina una conformidad absurda y aburguesada.
Este mismo planteamiento sobre el personaje se puede llevar al plano de la literatura. El libro de Gustavo Sainz se aleja de la clasificación de los géneros; rehusa a considerarse una cosa u otra: "…esto no es propiamente una novela--ni tampoco una pieza de teatro, ni un ensayo, ni un poema, ni un cuento, ni una entrevista, ni un collage, ni un cut-up, ni un fold-in, ni una complicada yuxtaposición de textos, ni un diario" (85).
Al no ser ninguna de estas cosas, el libro es todas ellas a la vez. Me parece que allí está uno de sus méritos. Aunque éste no es el lugar para comprobarlo, se podría intentar un análisis de Muchacho en llamas donde se definiera el libro bajo cada una de las categorías o formas de escritura citadas. Aquí sólo nos interesa remarcar que confluyen dos modos aparentemente contradictorios: la novela y el diario. La primera se da por varias razones: Sofocles escribe su novela en el interior de estas páginas; el libro presenta una o varias historias que se van enhebrando a lo largo de la narración; conserva una unidad gracias al personaje; etc. Por otro lado, sabemos que se trata de un diario por la libertad con que se recopila la información: por el carácter multifacético del contenido de esos datos (no sólo el contenido de la información es diferente, sino también los materiales recopilados son de procedencia múltiple: epígrafes de libros, canciones, chistes, entrevistas, noticias de periódico, anuncios de radio, listas de obras teatrales, etc.), por el valor testimonial y el tono de confesión que hay en los escritos. Sin embargo, Muchacho en llamas escapa a esas falsas clasificaciones al negar de manera categórica las formas convencionalmente aceptadas de la literatura.
El libro también utiliza una de las técnicas de la poesía: la reiteración. Se podría pensar en la historia de Sofocles como un viaje en búsqueda de la identidad (indagación que, por lo demás, es muy propia de cualquier adolescente). Para llegar al centro de sí mismo, el escritor se obsesiona por uno de los elementos básicos de la existencia: el fuego. El título mismo del libro atestigua esa preocupación: Muchacho en llamas alude a cuatro formas en que se percibe ese fuego: la fiebre, el deseo, la quemadura ocasionada por una explosión y la combustión humana espontánea.
La fiebre se repite como motivo de la novela en varias ocasiones; en el texto se asocia con la juventud, la literatura y el sexo. En el primer caso leemos:
Más fiebre. Rotunda inestabilidad. ¿Cuánta fiebre? ¿38, 39, 40, 41 grados? ¿Y hasta cuando? Es como si Elías me llevara en un carro de fuego… (76).
La fiebre vuelve como una venda. Se aprieta alrededor de la cabeza, en mi mano derecha y en los pies. Es un calor intenso que sube, que tiene vida propia, separada del cuerpo pero adentro del cuerpo. Es como si estuviera a punto de arder. La cama se mueve. Es un coche que pasa, o el camión de la basura, quizás. La casa trepida. Me aprieto la cabeza con mis manos. El cerebro ¿está firme? El vértigo es una mala costumbre… (111-112)
El muchacho se consume en el delirio abrasador del calor de su cuerpo y eso significa una temperatura que agita las ideas, las torna y las vuelve sin ninguna posibilidad de calma: todo bajo el vértigo de un cerebro que se convulsiona ante las muchísimas cosas que ocurren. Por otro lado, hay una preocupación por definir ese estado de delirio, dejarlo establecido mientras se vive el momento:
Mi fiebre crece como una planta maligna. Hay un como juego que no cesa de imágenes confusas: pensamientos o esbozos de pensamientos, líneas, colores, falsos y verdaderos recuerdos, más cierta disnea inextinguible parecen combinarse armoniosamente. ¡Cómo me gustaría describir todo esto! ¿Será posible? Es decir ¿seré capaz? Tengo que conseguir anotar mis visiones…Mientras la fiebre aumenta: yo escribo. (99-100)
La cuestión planteada aquí es válida para toda la novela. "¿Cómo escribir en pleno fragor adolescente?" se preguntará después el personaje-escritor (151). Finalmente, la relación entre la fiebre y el sexo se desarrolla en la visita de Cecilia ocasionada por la enfermedad de Sofocles:
Yo estoy ardiendo en calentura, 40, 41 grados y ella se quita el cinturón y desliza el pantalón a lo largo de sus piernas. Yo estoy como adentro de un sueño y la puerta se cierra y ella deja caer el vestido de sus hombros. Yo no puedo abrir los ojos cabalmente, me pesan los párpados… Yo tengo fiebre muy alta y ella recarga su mejilla en mi sexo y dice que está ardiendo, literalmente ardiendo, y trata de enfriarlo a lengüetazos y luego se sube a horcajadas sobre mí, dirige su centro, sus piernas duras frías suaves largas sobre mis costillas… (119-120)
El delirio del personaje sugiere que esta visita real también pudo haber sido un sueño o una fantasía; la visita de Cecilia consolida la acción del fuego como agente erótico que perturba y convulsiona.
Por si fuera poco, Sofocles provocará más tarde un accidente: explota el calentador de gas y le quema la cara (las pestañas, las cejas, la frente) y la mano derecha. La creencia en la combustión humana espontánea está expuesta en cuatro ocasiones, con citas de novelas de Mark Twain, Charles Dickens, Frederick Marryat, y con recortes de periódicos del Atlanta Journal y del Miami Herald. El narrador explica: "Durante el siglo XIX era muy popular la creencia de que las personas podían, súbitamente y sin razón, estallar en llamas y consumirse en ellas. Aunque los científicos por lo general consideran que ésta es una idea absurda, había y todavía hay interés en el tema de la combustión humana espontánea" (19).
Metafóricamente, Sofocles se consume en llamas por dentro, bajo los efectos de un deseo sexual incontrolable. La obra misma del escritor encarna la acción del placer y el deseo en el lenguaje. Así, todo parece arder en este joven que escribe con ansiedad febril. La obsesión por el fuego--como dijimos anteriormente-- representa de alguna manera una búsqueda de sí mismo. Gaston Bachelard dice que para los alquimistas "el fuego es el elemento que actúa en el centro de toda cosa" (Cirlot, 210). ¿Cuál es el centro en el escrutinio de la identidad de Sofocles? cabría preguntarse. Quizá la respuesta se encuentre en la representación gigantesca del mismo proceso de arrojar llamas y fuego por combustión espontánea: nos referimos a la imagen del volcán Popocatépetl, uno de los símbolos de la propia idiosincrasia geográfica de México. Es interesante observar que el gran conocedor de ese lugar es el padre de Sofocles, aficionado del alpinismo y presidente de la Vanguardia Alpina de México. Precisamente, el libro se inicia con una invocación a las fuerzas naturales y a los héroes de México (a la multipolaridad nacional que va desde personajes prehispánicos hasta recintos académicos como la Escuela Nacional Preparatoria Uno), para después comenzar un largo llamado al padre (todo el libro podría considerarse como una exposición de los escritos en espera del juicio, aceptación y/o consejos del padre): "¿Me oyes, papá? ¿Estás despierto? Acabo de llegar, fui a dejar a Tatiana. ¿Me oyes? Hubieras ido con nosotros, fuimos a Xochimilco y compré una orquídea. ¿Me estás escuchando?" (15). El padre sirve de guía en el viaje hacia el misterio que guarda el volcán. Las descripciones del Popocatépetl se dan de forma esporádica en el libro, pero culminan con la iniciación de Sofocles como alpinista y su llegada al fondo del cráter. El centro de esa "montaña que humea" es el punto de articulación, el fuego de la novela misma. El labio o grieta inferior es comparado a un "gran sexo de mujer." La penetración de ese misterio (que es la mujer, el volcán, el país, todo su propio ser) es apabullador:
En este lugar miles de cristales y agujas de hielo, a semejanza de estalactitas, nos deslumbraron con sus destellos, y también había cierta oscuridad, y desde luego un misterio ancestral, prehistórico. Rompiendo algunas agujas de hielo, entramos un poco, la luz bailaba ante nuestras lámparas, todo era un ágil torbellino. Flechas de vidrio clavadas profundamente en el pecho de la Tierra. Y al fondo de Muerte, sin duda, con el rostro azul de frío o disfrazada de vacío y fuerza de gravedad, escondida bajo las agujas fuertemente inclinadas, blanca también o negra, no importa, pero allí con seguridad. Lujo del hielo, joyería de luz. Algarabía de ver…la sensación predominante era la de llegar por primera vez a una caverna desconocida, nunca hollada por otros. (213-214)
La última erupción del volcán fue provocada por los hombres en 1919 y tuvo una duración de nueve años. Después de esas fechas, el Popocatépetl ha estado inactivo. Su cima alcanza 5,452 metros sobre el nivel del mar. A esas alturas, el hombre tiene la capacidad de una visión mayor; desde allí se domina prácticamente toda la parte del centro-sur del país: Tlaxcala, Puebla, Veracruz, Morelos, parte de Oaxaca y del Estado de México, y el enorme y monstruoso Distrito Federal. Mircea Eliade dice que "la cima de la montaña cósmica no sólo es el punto más alto de la tierra, es el ombligo de la tierra, el punto donde dio comienzo la creación (la raíz)." Juan Eduardo Cirlot explica que la montaña corresponde por su forma al árbol invertido "cuyas raíces están en el cielo y cuya copa, en la parte inferior, expresa la multiplicidad, la expansión del universo" (320). En este sentido, el Popocatépetl es el centro y la raíz de México; llegar a su cima y después bajar hasta el fondo del cráter concede al menos la satisfacción de haber penetrado en el misterio del origen. Sin embargo, Sofocles está todavía lejos de descifrarlo. Hacia el final del libro, en el fondo del cráter, padre e hijo hablan sobre la novela. Es en este momento cuando el narrador revela la edad del padre: 46 años. Aquí proponemos, pues, al padre como el doble, el otro yo de Sofocles. (Un primer doble estaría representado por Temístocles, quien tiene la peculiaridad de llevar siempre ojos que se quitan y se ponen, ojos extra que le ayudan a ver más. Incluso hay una parodia de "Borges y yo" en referencia a Temístocles: "Siempre he creído que es un novelista en potencia. Ni siquiera sé cuál de los dos escribe esto" [109]). La peculiaridad de este hombre maduro es que se encuentra en el polo opuesto a su hijo. Lo reprende por su novela y le recomienda leer la herencia de la narrativa mexicana del siglo XIX; desdeña las digresiones, la disparidad, los abusos de los modos coloquiales y termina diciéndole que ante esos escritos prefiere a Séneca. Es decir, el padre es como el mismo Popocatépetl, símbolo de origen que lleva fuego pero sólo en potencia; más bien, sus cimas están cubiertas de nieve, hielo y frío. De algún modo, el padre ha traspasado su edad febril, su época de fuego. Cuando los alpinistas ya se encuentran en el regreso, Sofocles escucha de labios de una mujer del grupo que su padre leyó los textos y los gozó mucho. Ante la petición de las páginas para leerlas, el muchacho contesta todavía perturbado ante esa declaración: "--¿Sabes?--le dije, como conclusión de toda esa experiencia, sin decidir si abrir la mochila para entregarle mis papeles o no--, creo que yo también puedo llegar a preferir a Séneca…No sé" (220).
La indecisión final entre la aceptación y el rechazo del libro concluye en la última página, que es una invocación al Popocatépetl y al Iztaccíhuatl, para que reciban los escritos:
Popocatépetl…concédeme tu gracia para que, con limpia conciencia y corazón contrito, consiga traer una próxima mi primera novela terminada hasta tus pies.
Y tú Iztaccíhuatl, fuente perenne de inmortal belleza…intercede con tu perenne compañero para que con recta intención y voluntad fervorosa, pueda hacer yo las diligencias que se requieren para desarrollar una escritura narrativa, que es como conseguir una nueva ascensión hasta cumbres desconocidas… (223)
La alabanza y glorificación de los dos volcanes propone a Muchacho en llamas como una nueva fórmula de literatura que intenta referirse a lo peculiar de México como modo de encontrar los misterios que esconde el fuego de la identidad personal.
De algún modo, Muchacho en llamas es también una reflexión de toda la novelística de Gustavo Sainz y de sus obsesiones por una juventud de ebullición. La constante ansiedad por descubrir los enigmas de esa edad lo llevaron a proponer una obra que, si bien contada por un adolescente, ha sido propuesta desde la distancia temporal y geográfica del adulto que, por lo demás, ya se cuenta entre los novelistas más afamados de México.
Curiosamente, experimentación y rebelión son los dos modos con que Sainz vuelve a sus raíces; son las dos caras de una ruptura que reconoce una espléndida herencia literaria. Muchacho en llamas se concibe como una conciencia del pasado en un México que, en 1961, se veía en efervescencia total. El libro logra mirarse a sí mismo-- como su autor-- y de esta manera se autoevalúa a cada momento, en un proceso crítico que parece caracterizar a gran parte de la literatura de la modernidad (Friedrich Schlegel afirmaba: "una novela debe ser también una teoría de la novela"). Además de estar en el centro de las cosas, el fuego es agente de transformación. En la culminación de ese viaje hacia la búsqueda de la identidad, el personaje se da cuenta que esa realidad ígnea es evanescente porque está en cambio perpetuo. El proyecto concibe esa mutación como el epicentro de la juventud de Sofocles-Sainz y, por extensión, de la realidad mexicana de la década de los sesenta. Muchacho en llamas, fuego por combustión espontánea, fiebre convulsionada del deseo, encuentro del fervor de una juventud volcán retratada en el cráter idiosincrático de México.
Obras citadas
Bachelard, Gaston. Psicoanálisis del fuego. Buenos Aires: Editorial Alianza, 1973.
Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos. Barcelona: Editorial Labor, 1978.
Paz, Octavio. Sombras de obras. Barcelona: Seix Barral, 1983.
Sainz, Gustavo. Muchacho en llamas. México: Grijalbo, 1987.
sobrebramado por el mar.
Paul Celan
En el centro yacen los gérmenes; en
el centro está el fuego engendrador. Lo que
germina, arde. Lo que arde, germina.
Gaston Bachelard
Dos obsesiones parecen marcar la trayectoria narrativa de Gustavo Sainz (México: 1940): 1) la experimentación formal en todos los niveles del texto: lenguaje, estructura, punto de vista, distancia, voz, etc.; 2) un examen incisivo de la juventud como clave en el cuestionamiento de las reglas morales y hábitos de vida.
Muchacho en llamas recoge el diario de un joven--Sofocles--que escribe su primera novela. Por esto, al mismo tiempo es la primera y la última obra escrita hasta ahora por Sainz; fue producida en su forma inicial en el Distrito Federal en 1961 y después afinada y retocada en Albuquerque en 1987. Aunque el nombre del personaje no corresponde con el del escritor (un primer toque de parodia se da al no acentuar de forma deliberada Sófocles y al tomarlo-- como el de otros personajes-- de la calle homónima en el área conocida como Polanco en la ciudad de México), las referencias al cuadro cultural de la época no han sido cambiadas y el lector podría comprobar que los datos allí establecidos son hechos auténticos.
La dedicatoria hace ver al libro en función de los años del autor, de su producción novelística y de su mundo familiar: "Este mi séptimo ensayo narrativo es para Alessandra Luiselli, quien tenía siete años cuando Sofocles terminó su primera novela, para Claudio Sainz que tenía siete años mientras yo escribía las desventuras de Sofocles, y para el pequeño Marcio Sainz, que cumplió siete meses el día que la terminé" (9).
El siete es el número asociado generalmente con los ciclos. Gustavo Sainz está abriendo y cerrando su producción narrativa con Muchacho en llamas (los seis libros anteriores son: 1) Gazapo, 1965; 2) Obsesivos días circulares, 1969; 3) La princesa del Palacio de Hierro, Premio Villaurrutia, 1974; 4) Compadre lobo, 1977; 5) Fantasmas aztecas, 1982; 6) Paseo en trapecio, 1985. Es decir, con este volumen se cumple un ciclo; la dedicatoria, sin embargo, ofrece una perspectiva abierta, azarosa: todo ha sido una casualidad, toda esta coincidencia del número se da en un plano que escapa a una intención que conciba un orden total y cerrado. La perspectiva del escritor se sitúa en un sitio distinto y distante (distancia no sólo de tiempo --de 1961 a 1987-- sino también de lugar --del Distrito Federal a Albuquerque, Nuevo México) al de las llamadas "desventuras" del joven de la novela; la dedicatoria se propone en el calor y la tranquilidad de la armonía y bienestar de la reunión familiar. Sainz reflexiona sobre una juventud vertiginosa, pero parece comprender ese fenómeno desde una edad madura (a los 46 o 47 años) ya más apacible.
El hilo de la narración de Muchacho en llamas está en el propio personaje-protagonista Sofocles. Es su diario el que nos va contando todo lo que hace, lo que siente, lo que lee, etc. Allí es donde también expone sus ideas acerca de la literatura. La contradicción entre unidad y diversidad se halla en referencias directas al proceso de escribir:
Mi libro debe dejar la impresión de un campo en ruinas… Las catástrofes serán el principio de mi narración… Representaré muchas formas de escritura: el dossier, la crónica familiar, la entrevista, el aforismo, la anécdota, el acta, la nouvelle clásica, el informe, la página de diario, el epigrama, la cita, el fragmento, en fin… Formas logradas, redondas, no aparecerán por ninguna parte… No dejaré que se hable de montaje, en realidad, si hago algo con los acontecimientos que narro es precisamente desmontarlos… (36-37)
La dispersión que se proclama como meta en este tipo de escritura no se consolida completamente. Las mismas discusiones en torno al proceso creativo ya dan un hilo fácilmente distinguible al libro. El juego entre unidad y disparidad ofrece un sentido nuevo a la estructura que sirve de base al volumen.
Otro motivo interesante se refiere a la madurez o inmadurez del personaje-escritor. Hay varias reflexiones en torno de sí; en una de ellas dice: "Nada más insoportable que un libro con confesiones adolescentes…" (29). El simple hecho de que el autor esté consciente de su propia obra hace que esas confesiones adolescentes se conviertan en el motor que pasa por la madurez del hombre que se relee con ironía burlándose de sí mismo. Otras citas de la conciencia exacerbada de la juventud se expresan posteriormente:
Escribo porque soy demasiado débil. Si pudiera, si tuviera el valor suficiente agarraría un hacha y me lanzaría al mundo a repartir hachazos… (75)
Yo no escribo para gustar. Estoy demasiado enojado como para convertirme en Maestro de Ceremonias. (119)
Soy una persona muy inmadura, muy inconsistente, muy joven y nadie confía en mí. Nadie puede confiar en mí. (137)
No soy escritor ni podré ser, pero no seré ninguna otra cosa, jamás. Desprecio todas las demás alternativas. (149)
Quizá la clave de estas líneas radique en la inconformidad con el mundo y en la frustración e incapacidad para transformarlo. El deseo radical del que escribe enfatiza su misma adolescencia y su rebelión radical ante las cosas. La descripción de sí como "una persona muy inmadura, muy inconsistente, muy joven" propone precisamente a esa circunstancia como el objetivo del libro mismo: ser inmaduro, inconsistente y, como tal, abierto, frenético, joven, inconforme.
El cuestionamiento que se hace del orden establecido parte de la herencia familiar y de sus códigos y hábitos de conducta:
Por la noche vi un rato televisión en el cuarto de mi abuelita. Ella volvió a llorar. Yo le decía que no quería dormir una vez más en mi cama, que no quería lavarme los dientes con la pasta que les gustaba, que no quería usar más su jabón, que no me interesaba la póliza de seguros, que no tenía nada de ganas de seguir viendo televisión, que no me gustaba cómo trataban a sus hijos, que no me gustaban sus visitas, ni su comida, ni sus códigos morales, ni sus muebles cubiertos de plástico; que no me gustaba el olor de esa casa, ni sus telarañas, ni sus pulgas, ni sus roídas alfombras. Ella seguía llorando. (125-126)
Esa rebelión ante las normas sociales de su abuelita se va a revertir más tarde en un planteamiento de la situación futura del mismo personaje:
¿Qué diferencia hay entre el Sofocles de ahora y el Sofocles de diez años adelante? Comienzo a entender que todo es igual, que la vida se cumple en repeticiones, algo así como una espiral, que ocasionalmente asciende, porque casi siempre desciende a la aburrición, al alcoholismo, al aburguersamiento: ¿Seré ya un adulto burgués y aburrido?. (153)
La madurez preconizada como una instancia de estabilidad y cordura se transforma, bajo la perspectiva juvenil, en una edad tediosa, deprimente. La inconformidad de Muchacho en llamas acude, entonces, por igual a criticar la idea de las confesiones juveniles y, a la vez, a reiterar que la edad adulta sólo vaticina una conformidad absurda y aburguesada.
Este mismo planteamiento sobre el personaje se puede llevar al plano de la literatura. El libro de Gustavo Sainz se aleja de la clasificación de los géneros; rehusa a considerarse una cosa u otra: "…esto no es propiamente una novela--ni tampoco una pieza de teatro, ni un ensayo, ni un poema, ni un cuento, ni una entrevista, ni un collage, ni un cut-up, ni un fold-in, ni una complicada yuxtaposición de textos, ni un diario" (85).
Al no ser ninguna de estas cosas, el libro es todas ellas a la vez. Me parece que allí está uno de sus méritos. Aunque éste no es el lugar para comprobarlo, se podría intentar un análisis de Muchacho en llamas donde se definiera el libro bajo cada una de las categorías o formas de escritura citadas. Aquí sólo nos interesa remarcar que confluyen dos modos aparentemente contradictorios: la novela y el diario. La primera se da por varias razones: Sofocles escribe su novela en el interior de estas páginas; el libro presenta una o varias historias que se van enhebrando a lo largo de la narración; conserva una unidad gracias al personaje; etc. Por otro lado, sabemos que se trata de un diario por la libertad con que se recopila la información: por el carácter multifacético del contenido de esos datos (no sólo el contenido de la información es diferente, sino también los materiales recopilados son de procedencia múltiple: epígrafes de libros, canciones, chistes, entrevistas, noticias de periódico, anuncios de radio, listas de obras teatrales, etc.), por el valor testimonial y el tono de confesión que hay en los escritos. Sin embargo, Muchacho en llamas escapa a esas falsas clasificaciones al negar de manera categórica las formas convencionalmente aceptadas de la literatura.
El libro también utiliza una de las técnicas de la poesía: la reiteración. Se podría pensar en la historia de Sofocles como un viaje en búsqueda de la identidad (indagación que, por lo demás, es muy propia de cualquier adolescente). Para llegar al centro de sí mismo, el escritor se obsesiona por uno de los elementos básicos de la existencia: el fuego. El título mismo del libro atestigua esa preocupación: Muchacho en llamas alude a cuatro formas en que se percibe ese fuego: la fiebre, el deseo, la quemadura ocasionada por una explosión y la combustión humana espontánea.
La fiebre se repite como motivo de la novela en varias ocasiones; en el texto se asocia con la juventud, la literatura y el sexo. En el primer caso leemos:
Más fiebre. Rotunda inestabilidad. ¿Cuánta fiebre? ¿38, 39, 40, 41 grados? ¿Y hasta cuando? Es como si Elías me llevara en un carro de fuego… (76).
La fiebre vuelve como una venda. Se aprieta alrededor de la cabeza, en mi mano derecha y en los pies. Es un calor intenso que sube, que tiene vida propia, separada del cuerpo pero adentro del cuerpo. Es como si estuviera a punto de arder. La cama se mueve. Es un coche que pasa, o el camión de la basura, quizás. La casa trepida. Me aprieto la cabeza con mis manos. El cerebro ¿está firme? El vértigo es una mala costumbre… (111-112)
El muchacho se consume en el delirio abrasador del calor de su cuerpo y eso significa una temperatura que agita las ideas, las torna y las vuelve sin ninguna posibilidad de calma: todo bajo el vértigo de un cerebro que se convulsiona ante las muchísimas cosas que ocurren. Por otro lado, hay una preocupación por definir ese estado de delirio, dejarlo establecido mientras se vive el momento:
Mi fiebre crece como una planta maligna. Hay un como juego que no cesa de imágenes confusas: pensamientos o esbozos de pensamientos, líneas, colores, falsos y verdaderos recuerdos, más cierta disnea inextinguible parecen combinarse armoniosamente. ¡Cómo me gustaría describir todo esto! ¿Será posible? Es decir ¿seré capaz? Tengo que conseguir anotar mis visiones…Mientras la fiebre aumenta: yo escribo. (99-100)
La cuestión planteada aquí es válida para toda la novela. "¿Cómo escribir en pleno fragor adolescente?" se preguntará después el personaje-escritor (151). Finalmente, la relación entre la fiebre y el sexo se desarrolla en la visita de Cecilia ocasionada por la enfermedad de Sofocles:
Yo estoy ardiendo en calentura, 40, 41 grados y ella se quita el cinturón y desliza el pantalón a lo largo de sus piernas. Yo estoy como adentro de un sueño y la puerta se cierra y ella deja caer el vestido de sus hombros. Yo no puedo abrir los ojos cabalmente, me pesan los párpados… Yo tengo fiebre muy alta y ella recarga su mejilla en mi sexo y dice que está ardiendo, literalmente ardiendo, y trata de enfriarlo a lengüetazos y luego se sube a horcajadas sobre mí, dirige su centro, sus piernas duras frías suaves largas sobre mis costillas… (119-120)
El delirio del personaje sugiere que esta visita real también pudo haber sido un sueño o una fantasía; la visita de Cecilia consolida la acción del fuego como agente erótico que perturba y convulsiona.
Por si fuera poco, Sofocles provocará más tarde un accidente: explota el calentador de gas y le quema la cara (las pestañas, las cejas, la frente) y la mano derecha. La creencia en la combustión humana espontánea está expuesta en cuatro ocasiones, con citas de novelas de Mark Twain, Charles Dickens, Frederick Marryat, y con recortes de periódicos del Atlanta Journal y del Miami Herald. El narrador explica: "Durante el siglo XIX era muy popular la creencia de que las personas podían, súbitamente y sin razón, estallar en llamas y consumirse en ellas. Aunque los científicos por lo general consideran que ésta es una idea absurda, había y todavía hay interés en el tema de la combustión humana espontánea" (19).
Metafóricamente, Sofocles se consume en llamas por dentro, bajo los efectos de un deseo sexual incontrolable. La obra misma del escritor encarna la acción del placer y el deseo en el lenguaje. Así, todo parece arder en este joven que escribe con ansiedad febril. La obsesión por el fuego--como dijimos anteriormente-- representa de alguna manera una búsqueda de sí mismo. Gaston Bachelard dice que para los alquimistas "el fuego es el elemento que actúa en el centro de toda cosa" (Cirlot, 210). ¿Cuál es el centro en el escrutinio de la identidad de Sofocles? cabría preguntarse. Quizá la respuesta se encuentre en la representación gigantesca del mismo proceso de arrojar llamas y fuego por combustión espontánea: nos referimos a la imagen del volcán Popocatépetl, uno de los símbolos de la propia idiosincrasia geográfica de México. Es interesante observar que el gran conocedor de ese lugar es el padre de Sofocles, aficionado del alpinismo y presidente de la Vanguardia Alpina de México. Precisamente, el libro se inicia con una invocación a las fuerzas naturales y a los héroes de México (a la multipolaridad nacional que va desde personajes prehispánicos hasta recintos académicos como la Escuela Nacional Preparatoria Uno), para después comenzar un largo llamado al padre (todo el libro podría considerarse como una exposición de los escritos en espera del juicio, aceptación y/o consejos del padre): "¿Me oyes, papá? ¿Estás despierto? Acabo de llegar, fui a dejar a Tatiana. ¿Me oyes? Hubieras ido con nosotros, fuimos a Xochimilco y compré una orquídea. ¿Me estás escuchando?" (15). El padre sirve de guía en el viaje hacia el misterio que guarda el volcán. Las descripciones del Popocatépetl se dan de forma esporádica en el libro, pero culminan con la iniciación de Sofocles como alpinista y su llegada al fondo del cráter. El centro de esa "montaña que humea" es el punto de articulación, el fuego de la novela misma. El labio o grieta inferior es comparado a un "gran sexo de mujer." La penetración de ese misterio (que es la mujer, el volcán, el país, todo su propio ser) es apabullador:
En este lugar miles de cristales y agujas de hielo, a semejanza de estalactitas, nos deslumbraron con sus destellos, y también había cierta oscuridad, y desde luego un misterio ancestral, prehistórico. Rompiendo algunas agujas de hielo, entramos un poco, la luz bailaba ante nuestras lámparas, todo era un ágil torbellino. Flechas de vidrio clavadas profundamente en el pecho de la Tierra. Y al fondo de Muerte, sin duda, con el rostro azul de frío o disfrazada de vacío y fuerza de gravedad, escondida bajo las agujas fuertemente inclinadas, blanca también o negra, no importa, pero allí con seguridad. Lujo del hielo, joyería de luz. Algarabía de ver…la sensación predominante era la de llegar por primera vez a una caverna desconocida, nunca hollada por otros. (213-214)
La última erupción del volcán fue provocada por los hombres en 1919 y tuvo una duración de nueve años. Después de esas fechas, el Popocatépetl ha estado inactivo. Su cima alcanza 5,452 metros sobre el nivel del mar. A esas alturas, el hombre tiene la capacidad de una visión mayor; desde allí se domina prácticamente toda la parte del centro-sur del país: Tlaxcala, Puebla, Veracruz, Morelos, parte de Oaxaca y del Estado de México, y el enorme y monstruoso Distrito Federal. Mircea Eliade dice que "la cima de la montaña cósmica no sólo es el punto más alto de la tierra, es el ombligo de la tierra, el punto donde dio comienzo la creación (la raíz)." Juan Eduardo Cirlot explica que la montaña corresponde por su forma al árbol invertido "cuyas raíces están en el cielo y cuya copa, en la parte inferior, expresa la multiplicidad, la expansión del universo" (320). En este sentido, el Popocatépetl es el centro y la raíz de México; llegar a su cima y después bajar hasta el fondo del cráter concede al menos la satisfacción de haber penetrado en el misterio del origen. Sin embargo, Sofocles está todavía lejos de descifrarlo. Hacia el final del libro, en el fondo del cráter, padre e hijo hablan sobre la novela. Es en este momento cuando el narrador revela la edad del padre: 46 años. Aquí proponemos, pues, al padre como el doble, el otro yo de Sofocles. (Un primer doble estaría representado por Temístocles, quien tiene la peculiaridad de llevar siempre ojos que se quitan y se ponen, ojos extra que le ayudan a ver más. Incluso hay una parodia de "Borges y yo" en referencia a Temístocles: "Siempre he creído que es un novelista en potencia. Ni siquiera sé cuál de los dos escribe esto" [109]). La peculiaridad de este hombre maduro es que se encuentra en el polo opuesto a su hijo. Lo reprende por su novela y le recomienda leer la herencia de la narrativa mexicana del siglo XIX; desdeña las digresiones, la disparidad, los abusos de los modos coloquiales y termina diciéndole que ante esos escritos prefiere a Séneca. Es decir, el padre es como el mismo Popocatépetl, símbolo de origen que lleva fuego pero sólo en potencia; más bien, sus cimas están cubiertas de nieve, hielo y frío. De algún modo, el padre ha traspasado su edad febril, su época de fuego. Cuando los alpinistas ya se encuentran en el regreso, Sofocles escucha de labios de una mujer del grupo que su padre leyó los textos y los gozó mucho. Ante la petición de las páginas para leerlas, el muchacho contesta todavía perturbado ante esa declaración: "--¿Sabes?--le dije, como conclusión de toda esa experiencia, sin decidir si abrir la mochila para entregarle mis papeles o no--, creo que yo también puedo llegar a preferir a Séneca…No sé" (220).
La indecisión final entre la aceptación y el rechazo del libro concluye en la última página, que es una invocación al Popocatépetl y al Iztaccíhuatl, para que reciban los escritos:
Popocatépetl…concédeme tu gracia para que, con limpia conciencia y corazón contrito, consiga traer una próxima mi primera novela terminada hasta tus pies.
Y tú Iztaccíhuatl, fuente perenne de inmortal belleza…intercede con tu perenne compañero para que con recta intención y voluntad fervorosa, pueda hacer yo las diligencias que se requieren para desarrollar una escritura narrativa, que es como conseguir una nueva ascensión hasta cumbres desconocidas… (223)
La alabanza y glorificación de los dos volcanes propone a Muchacho en llamas como una nueva fórmula de literatura que intenta referirse a lo peculiar de México como modo de encontrar los misterios que esconde el fuego de la identidad personal.
De algún modo, Muchacho en llamas es también una reflexión de toda la novelística de Gustavo Sainz y de sus obsesiones por una juventud de ebullición. La constante ansiedad por descubrir los enigmas de esa edad lo llevaron a proponer una obra que, si bien contada por un adolescente, ha sido propuesta desde la distancia temporal y geográfica del adulto que, por lo demás, ya se cuenta entre los novelistas más afamados de México.
Curiosamente, experimentación y rebelión son los dos modos con que Sainz vuelve a sus raíces; son las dos caras de una ruptura que reconoce una espléndida herencia literaria. Muchacho en llamas se concibe como una conciencia del pasado en un México que, en 1961, se veía en efervescencia total. El libro logra mirarse a sí mismo-- como su autor-- y de esta manera se autoevalúa a cada momento, en un proceso crítico que parece caracterizar a gran parte de la literatura de la modernidad (Friedrich Schlegel afirmaba: "una novela debe ser también una teoría de la novela"). Además de estar en el centro de las cosas, el fuego es agente de transformación. En la culminación de ese viaje hacia la búsqueda de la identidad, el personaje se da cuenta que esa realidad ígnea es evanescente porque está en cambio perpetuo. El proyecto concibe esa mutación como el epicentro de la juventud de Sofocles-Sainz y, por extensión, de la realidad mexicana de la década de los sesenta. Muchacho en llamas, fuego por combustión espontánea, fiebre convulsionada del deseo, encuentro del fervor de una juventud volcán retratada en el cráter idiosincrático de México.
Obras citadas
Bachelard, Gaston. Psicoanálisis del fuego. Buenos Aires: Editorial Alianza, 1973.
Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos. Barcelona: Editorial Labor, 1978.
Paz, Octavio. Sombras de obras. Barcelona: Seix Barral, 1983.
Sainz, Gustavo. Muchacho en llamas. México: Grijalbo, 1987.
El artículo se publicó en la Revista canadiense de estudios hispánicos 15.1 (1990): 130-139.
No comments:
Post a Comment